
Además de establecer un precedente en el mundo globalizado y enmarcado en las consecuencias sociales y tecnológicas, la reciente pandemia forzó un encierro prolongado y modificó nuestra vida diaria de una forma nunca antes vista. Desde su inicio a principios del 2020, el confinamiento nos forzó a instaurar una nueva rutina basada en el teletrabajo. Asimismo, los actores de la educación tuvieron que adaptar el ejercicio pedagógico a las herramientas tecnológicas disponibles. Entre otras cosas, la pandemia reveló brechas importantes con relación a la heterogeneidad de capacidades y recursos disponibles por parte de las comunidades educativas, tanto para impartir como para acceder a este tipo de formación.
El impacto y las consecuencias de este periodo son variadas y han sido objeto de diferentes estudios posteriores. La vuelta a la “normalidad” no ha sido como se esperaba debido a que la presencialidad en las aulas ha evidenciado brechas socio-educacionales relacionadas con el retraso del currículo nacional. Además, ha explicitado las disparidades en el desarrollo socioemocional en todos los niveles de la educación. Éstas se ven manifestadas a partir del incremento de la agresividad, falta de empatía, ansiedad, síntomas depresivos, dificultades para resolución de conflictos, la regulación de impulsos y episodios de violencia escolar en la población infantojuvenil (Troncoso, 2022).
Considerando la perspectiva de la neurociencia, el confinamiento ha afectado el desarrollo del cerebro. Debido a que es un órgano social, cuando es privado del vínculo colectivo y se expone a estresores como los mencionados anteriormente, se expresan conductas relacionadas a la falta de autorregulación, agresividad, impulsividad e irritabilidad (Sandi & Haller, 2015).
Desde la perspectiva personal, los miembros de nuestra comunidad educativa también se han visto afectados por este tipo de secuelas. Sin embargo, el impacto macrosocial para los grupos más jóvenes es alarmante. El cerebro es dependiente de la experiencia sobre todo en la infancia y la adolescencia. Durante estas fases, éste modifica sus conexiones de acuerdo con el contexto en el que se desenvuelve. Vale decir, es una instancia para aprender normas sociales, regular la conducta y la comprensión de la mente de los otros (Kolb, Mychasiuk, Muhammad, & Gibb, 2013). Por lo tanto, es necesario reconocer la plasticidad y adaptabilidad del cerebro a los cambios para de esta manera educarlo en la regulación emocional y las habilidades prosociales. Así, se logrará robustecer las estructuras cerebrales que mitiguen las conductas que no son adaptativas, fortaleciendo la salud mental y se ajusten al mundo social (Klimecki, Leiberg, Ricard & Singer, 2014).
Nuestra contribución como sello institucional

Como parte del sello del Instituto Profesional y Centro de Formación Técnica Santo Tomás, se resalta a la persona como fundamento de la educación, promoviendo entre otros valores el respeto e inclusión. En este marco y como parte de las herramientas implementadas para paliar esta problemática, la carrera Técnico en Educación Especial ha propuesto el programa Brújula.
Una de las acciones ejecutadas en dicho programa consiste en el acompañamiento a los estudiantes mediante sesiones de trabajo psicológico con la ayuda de especialistas de la Dirección de Asuntos Estudiantiles (DAE). Ésta consta de una serie de sesiones basadas en la adquisición de estrategias asociadas a la comunicación asertiva y regulación emocional. El desafío es concientizar a toda la comunidad educativa acerca de estas herramientas para que todos se hagan parte de las soluciones y así, redireccionar efectivamente las trayectorias del desarrollo que se espera de nuestros actuales estudiantes.
Autores:
• Ivania Valeska Mijic González, jefa de carrera
• Diego Ignacio Jeldres Álvarez, estudiante
Técnico en Educación Especial
CFT Santo Tomás, sede Rancagua
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