
El patrimonio culinario no habita únicamente en las recetas ni en los registros escritos; persiste, sobre todo, en el relato y en la escucha atenta. En Sewell, campamento minero enclavado en la cordillera y hoy reconocido como Patrimonio de la Humanidad, la comida se constituyó en un lenguaje común capaz de sostener comunidad, memoria e identidad en un entorno marcado por el aislamiento, la dureza del trabajo y una estricta organización de la vida cotidiana. Fue en las celebraciones de Navidad y Año Nuevo donde ese lenguaje alcanzó su máxima expresión simbólica.
Sewell nació a comienzos del siglo XX bajo el modelo de company town, una estructura que regulaba con precisión los tiempos, los espacios y las conductas. Entre esas normas se encontraba la Ley Seca, aplicada con rigor durante gran parte del año como mecanismo de control social y laboral. Sin embargo, las fiestas de fin de año representaban una excepción significativa: eran prácticamente las únicas instancias en que se permitía beber alcohol. El vino, presente en la mesa, no simbolizaba el exceso, sino el carácter ritual de la celebración, el descanso merecido y el reconocimiento colectivo. Romper la Ley Seca por unas horas reforzaba la idea de comunidad y convertía a estas fechas en un acontecimiento verdaderamente extraordinario dentro de la vida minera.
El ADN de estas festividades se sostenía en una tradición culinaria profundamente chilena, fortalecida por el origen campesino de la mayoría de los trabajadores del campamento. Hombres y mujeres provenientes del mundo rural trasladaron a la cordillera no solo su fuerza laboral, sino también sus saberes alimentarios, sus prácticas domésticas y una relación íntima con la despensa del campo. En Sewell, esa herencia campesina se transformó en el eje identitario de la mesa festiva.
Del campo a la cordillera
La comida de Navidad y Año Nuevo adquiría un carácter excepcional sin abandonar su raíz popular. En un campamento donde no existían parrillas y la cocina se resolvía mediante hornos eléctricos o de leña, el asado de vacuno al horno se consolidó como plato central, acompañado en ocasiones por pavo relleno agridulce en mesas ornamentadas de ensaladas estacionales. Estas preparaciones no respondían a modas foráneas, sino a una adaptación de la cocina de campo a las condiciones de la vida minera, donde el horno, los tiempos largos y la planificación eran parte del saber cotidiano.
La mesa dulce era una verdadera expresión de oficio y afecto. Tortas de bizcocho rellenas con manjar, fruta y merengue, decoradas con mostacillas; chilenitos, brazo de reina, tortas de merengue y queques componían un paisaje repostero heredado, transmitido y ejecutado principalmente por mujeres. Fueron ellas quienes sostuvieron la vida alimentaria del campamento y quienes, desde sus cocinas, transformaron la experiencia campesina en un pilar cultural de Sewell.
Los canapés de huevo, los anticuchos de vacuno y las sopaipillas pasadas reforzaban el carácter popular y festivo de la celebración. Para los niños, los gallitos (caramelos con forma de gallo), fruta fresca y los cucuruchos de diario rellenos con maqui formaban parte inseparable del recuerdo, conectando la fiesta con prácticas rurales y saberes territoriales. Incluso los helados de nieve con leche condensada daban cuenta de una cocina ingeniosa, capaz de transformar el entorno cordillerano en una fuente de goce y creatividad.
Tradición y unión
Estas celebraciones no pueden entenderse al margen del sistema alimentario cotidiano de Sewell, donde predominaban platos tradicionales chilenos como cazuelas, charquicán, porotos con cuero, pantrucas y postres caseros. En los días de fiesta, esa misma cocina se intensificaba simbólicamente: no se rompía con la tradición, se la exaltaba. La mesa festiva era continuidad, no ruptura.
La mesa de Navidad y Año Nuevo en Sewell simbolizaba unión, solidaridad y encuentro. En torno a ella se suspendían, aunque fuera por unas horas, las jerarquías laborales y las restricciones normativas. Comer juntos permitía reconocerse como comunidad, compartir un mismo origen y reafirmar una identidad construida desde lo cotidiano.
Hablar hoy de estas fiestas es un acto de reconocimiento patrimonial. Porque el patrimonio culinario de Sewell no se forjó desde la sofisticación ni desde la influencia extranjera, sino desde la persistencia de una cocina chilena profunda, campesina y doméstica, que resistió al aislamiento y al paso del tiempo. En esas mesas compartidas —armadas por mujeres, nutridas por saberes rurales y vividas desde la comunidad— se sirvió algo más que comida: se sirvió memoria, pertenencia y cultura viva en lo alto de la cordillera.
Jaime Jiménez De Mendoza
Director de carreras del área Turismo
y Gastronomía, CFT Santo Tomás sede Rancagua
Presidente ASEGMI O’Higgins










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