Disfraces, calabazas y caramelos, junto a otros accesorios, se toman el espacio público estos días. Estos signos pueden ser señal de nuestra necesidad de salir de la rutina, pero sin duda también expresan algo más profundo: la cuestión por el sentido último de la vida y, en definitiva, de si la muerte tiene la última palabra.
Muchísimo antes de que se instalara Halloween con su mirada comercial y medio oscura, estos días ya se destinaban, desde hace siglos, a recordar y a orar por nuestros difuntos en un marco especial: el de la vida eterna y los santos, como aquellos que ya habrían llegado a la felicidad perfecta del cielo. Ya desde el siglo VI en algunos monasterios se empezó a recordar en un único día a todos sus difuntos, costumbre que se extendió a más lugares y en el siglo X se fijó la fecha del 2 de noviembre, después de la Fiesta de Todos los Santos. Esta fecha fue adoptada en Roma en el siglo XIII.
Aunque popularmente nos centramos en los difuntos, oramos por ellos y se va al cementerio como expresión de nuestro recuerdo, se vive desde una óptica especial: desde un horizonte abierto a la vida eterna. Por eso, este día sigue a la fiesta de Todos los Santos, que se remonta al siglo VII, cuando, al finalizar las persecuciones, se llevaron las reliquias de los mártires a un antiguo templo romano pagano. Aquellos que dieron su vida por Cristo en el martirio y los que consagraron su existencia a Dios sin derramar su sangre son los santos, los amigos de Dios. Ellos revelan la posibilidad de alcanzar el máximo ideal humano: vivir felices, ver a Dios cara a cara y gozar eternamente en Él de toda belleza, bien y verdad.
El anhelo de vida eterna presente en todas las culturas se plasma de manera concreta y casi tangible con el hombre Dios, Jesucristo, que al hacerse uno de nosotros, asumió lo nuestro y lo elevó a lo más alto. Eso pedimos para nuestros difuntos: que sean acogidos por Dios en su vida perfecta.
La novedad de la fe cristiana en este tema la explica muy bien Tomás de Aquino en la “Suma Teológica”, al aludir a que la vida de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, contribuyó realmente a nuestra salvación superando y venciendo lo que se le oponía, que serían “la muerte del alma y la muerte del cuerpo. Y por esto se dice que la muerte de Cristo destruyó en nosotros la muerte del alma causada por el pecado. “Fue entregado”, a la muerte se entiende, “por nuestros pecados”; y la muerte del cuerpo, que consiste en la separación del alma, “la muerte ha sido absorbida por la victoria”. De ahí que la salvación no sea sólo algo espiritual, sino que nos impacta íntegramente como personas, incluyendo la resurrección de la carne. Resucitando al tercer día, su luz venció la tiniebla de dos noches, y saliendo del sepulcro, “es argumento suficiente de que los seres humanos habrán de resucitar, por el poder divino, no sólo de los sepulcros sino también de cualquier muerte”.
Tiene sentido recordar a quienes ya nos dejaron, porque los amamos, pero sobre todo porque existe la esperanza de una vida después de ésta que se nos ha abierto gracias al Padre de la vida, en la persona de su Hijo Jesucristo. Esa esperanza nos une a ellos, y nos da fuerzas para caminar hacia el cielo junto a Jesús mientras tratamos de embellecer nuestra peregrinación y la de quienes conviven con nosotros.
María Esther Gómez De Pedro
Directora nacional de Formación e Identidad
Instituciones Santo Tomás
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